Para el México colonial,
regido por la moral de la Iglesia católica, las mujeres eran débiles e
ignorantes, pero también peligrosas pecadoras. Así, si un hombre se atrevía a
sostener relaciones sexuales con otro, adquiría cierto tenor femenino que lo
degradaba. A pesar de que el destino de muchos homosexuales de la época era la
hoguera, las redes clandestinas de contactos entre hombres estaban tejidas de
forma sólida. El castigo no era igual para todos los participantes; según su
rol, unos eran más culpables que los otros.
Desde el siglo XVI, y hasta
bien entrado el XIX, la justicia consideró delitos las prácticas sexuales fuera
de los estrechos márgenes de la moral católica. El adulterio y la prostitución
eran lo menos grave en un universo represivo aterrado por el delito: la
sodomía, según la ley medieval, “ofende a Dios” e “infama a la tierra”. El
castigo recomendado para los que la practicaran fue, primero, la lapidación
bíblica, después, la siempre purificadora hoguera.
La tarde del 15 de agosto de
1604, en pleno festejo de la Asunción de la Virgen María, Simpliciano
Cuyne y Pedro Quini fueron sorprendidos teniendo sexo dentro de un temazcal.
Fue en pleno Valladolid, la capital de la provincia de Michoacán. Un chamaco de
catorce años los vio y corrió a avisarle al cura que encontró a los dos
indígenas purépechas “el uno encima del otro desatacados los calzones como si
fueran hombre y mujer.”
Cuyne y Quini trataron, sin
éxito, de huir. Cuyne, de 20 años, se refugió algunos días en la parroquia de
San Agustín, donde había sido sacristán; las autoridades civiles lo sacaron por
la fuerza. Quini, de unos 25, fue de inmediato arrestado, todavía medio
borracho.
En su declaración, Simpliciano
—vecino del barrio de San Agustín, casado y con hijos— contó que estuvo
charlando y bebiendo pulque con unos amigos cuando un desconocido (Pedro Quini)
se les acercó para tratar de venderles unas telas. Cuando tomó camino de regreso
a casa, el vendedor lo siguió y le rogó tanto que se detuviera y que bebiera
con él, que por fin accedió. Simpliciano “se fue al dicho temascal y entro
primero y se echo al suelo para dormir y luego el dicho yndio [Pedro Quini] se
llego a este testigo y le comenzo a abrasar y a besar y le metio la mano en la
bragueta”. Le dijo luego que tenía “mucho deseo” y que si se “lo hacía”, le
daría la tela como retribución.
Simpliciano se negó, pero
Pedro le desamarró el calzón de manta y luego el propio. Ya no se pudo negar y
“como si estubiera con una muger cumplio con el y tubo copula carnal”. En su
defensa alegó que era la única vez que había cometido actos de sodomía y que
nunca aceptó la tela ofrecida como remuneración; hacerlo habría sumado a la falta
el delito de prostitución.
Por su parte, Pedro Quini
—también casado y vecino de Tzintzuntzan— negó al principio los hechos,
alegando que estaba muy borracho para recordar, pero luego aceptó los cargos y,
arrepentido, confesó que era puto y había cometido actos carnales con varios
hombres de la región —también llamados putos en las actas procesales. Trece
varones homosexuales fueron implicados por Quini. Uno de ellos, Francisco
Conduyi, también originario de Tzintzuntzan, tenía relaciones sexuales con hombres
en su casa en forma cotidiana y vivía con otro indígena, Ticata, que “le servía
como si fuese su mujer”.
Condiyi y Ticata tuvieron la
fortuna de escapar, pero cuatro de los implicados fueron capturados y obligados
a confesar, algunos bajo tortura. A todos, salvo a Simpliciano Cuyne, les
confiscaron sus bienes y para septiembre de 1604 ya habían sido sentenciados a
morir a palos antes de ser quemados en la hoguera.
El caso de Simpliciano fue
especial: fue absuelto por la intermediación del párroco del pueblo de San
Agustín. El favor del cura y su propia juventud le hicieron el milagro; a
finales del siglo XVI la Inquisición, preocupada por el gran número de jóvenes
procesados por sodomía, amplió a 25 años la edad para ser juzgado por ese
delito. Quizá Cuyne también atenuó su responsabilidad por ser la parte activa
en el coito. Su pecado fue no resistir la tentación de la carne —los besos y
toqueteos de Quini—, nunca tener deseos “desviados”.
Procesos como este muestran la
existencia de redes de varones homosexuales y de códigos de comunicación y de
seducción, una pequeña comunidad subterránea de putos —para no incurrir en el
anacronismo de un supuesto gay pride colonial— que compartían deseos y
erotismo, y sobre todo que sabían donde encontrar y practicar sexo con otros
varones.
El pecado del afeminamiento
Medio siglo después, en la
ciudad de México, fue arrasada otra red de varones homosexuales. En el centro
de la comunidad estaba Juan Galindo de La Vega, un “mulato afeminado”, que se
hacía llamar Cotita de la Encarnación. Era 1657 y su delito no sólo fue
practicar actos de sodomía, sino exhibirse con la cintura ajustada, pañuelos en
la cabeza y listones en las mangas de su blusa, además de sentarse “como una
mujer”, y hacer tortillas, lavar y cocinar.
A Cotita solían visitarlo en
su casa hombres jóvenes, a quienes llamaba “mi alma”, “mi vida” o “mi corazón”.
Una mañana fue sorprendido a la sombra de un sauzal con un amante por una
piadosa lavandera que lo denunció a la autoridad. Luego de varios días de
búsqueda fue sacado de su domicilio junto con otros cuatro varones.
La tortura los hizo confesar e
involucrar a 123 hombres. Diecinueve fueron aprehendidos y sometidos a proceso.
En 1658 Cotita y otros trece homosexuales fueron quemados en la hoguera. Un
condenado más, un amante de Cotita de 15 años, se salvó de morir: recibió 200
azotes y fue vendido como esclavo por los siguientes seis años.
Otro de los procesados fue
Juan Correa, un mestizo de setenta años que gustaba de organizar fiestas con
amigos y muchachos en su casa. Correa tenía sobrenombre femenino, La Estampa, y
solía ponerse “su capa bajada u llevada alrededor de la cintura, [la cual]
revoloteaba de uno a otro lado mientras bailaba con los demás”. Como Correa,
por lo menos ocho de los ejecutados solían vestir con ropas de mujer.
En el centro de las
persecuciones y de la violencia extrema contra los homosexuales estaba la
profunda misoginia de la sociedad colonial. En los documentos judiciales se
asocia lo femenino con la debilidad, la ignorancia y el pecado. Para la
ideología colonial, las mujeres carecían de razón, por eso las subordinaban a
los padres o esposos. Asimismo, eran vistas como fuente de infección; el
rudimentario conocimiento médico les atribuía los contagios de las infecciones
de transmisión sexual.
El afeminamiento en un varón
era, por tanto, una renuncia a la razón, la negación de su propia condición
humana. Si el contacto sexual entre varones era pecaminoso, ostentarlo era
imperdonable.
A las mujeres se les podía
controlar, reducir al espacio doméstico, vigilarlas para evitar que dieran
rienda suelta a su propensión pecadora, pero los varones “que servían de mujer”
eran muy peligrosos, por cuanto vivían en libertad y solían pasar desapercibidos.
Por eso eran incomunicados en las cárceles mientras estaban en procesos
judiciales, para evitar que “contagiaran” al resto de los presos. Por eso eran
condenados a muerte.
Los privilegios de la fe
Por supuesto, los archivos han
conservado una visión muy parcial del homoerotismo durante la época. Indios,
mestizos, mulatos y otras castas dominan ese universo erótico, mientras que los
peninsulares y los miembros de la élite, como el clero, apenas son mencionados.
A ese respecto, el virrey don
Francisco Fernández de la Cueva manifestó su alivio de que ningún hombre de
bien fuera involucrado en el proceso de Cotita. En carta enviada a la corte
española se ufanó: “No está en la causa hombre ninguno no sólo de calidad, ni
de capa negra, todos mestizos, indios, mulatos, negros y toda la inmundicia de
este reino”. Si bien Cotita y el resto de los ejecutados mencionaron a 26
españoles, ninguno fue capturado, y eso, para la doble moral, es lo que cuenta.
Otro proceso, también en ese
1658 en la capital de la Nueva España, fue el iniciado en contra del jesuita
Matheo de Urroz, quien cometió el pecado nefando con un mestizo humilde de 19
años llamado Gerónimo. La atribulada madre acompañó al joven arrepentido a denunciar
a su confesor —quien le dio tablillas de chocolate y un real para que guardara
el secreto— ante la autoridad civil.
El caso se archivó sin
sentencia, al menos pública, pero con un vago rumor sobre el traslado del
religioso a Guatemala. Los varones de capa negra ciertamente gozaban de
privilegios y difícilmente terminaban en el fuego purificador.
El legado de esa época negra
todavía se deja sentir, desde los púlpitos y otros espacios de poder religioso.
Al fuego de la hoguera le sucedió un discurso incendiario, que señala las
conductas “anormales” al tiempo que cobija bajo sus sotanas a los “pecadores”
dentro de sus filas. Pese a todo, fuera de los abismos de sus condenas, el
deseo encuentra cauces para hacerse visible, expresarse en todas sus formas e
incluso para —horror— reivindicar derechos. Uno de los saldos positivos de la
modernidad, que no es otra cosa que la realidad, y la naturalidad del deseo
sexual, imponiéndose finalmente a la idea de lo divino.
Fuentes:
— Zeb Tortorici “‘Heran Todos
Putos’: Sodomitical Subcultures and Disordered Desire in Early Colonial
Mexico”, en Ethnohistory, número 54:1 (invierno de 2007).
— Laura Lewis, “From Sodomy to
Superstition: The Active Pathic and Bodily Transgressions in New Spain”, en
Ethnohistory, número 54:1 (invierno de 2007).
— Luis Morales González,
“Sodomía en la Nueva España: El proceso de 1657-1658.
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